Porque
mientras otros hacían deporte,
yo
me quedaba con Honegger
y su rudo partido de rugby
y
no con el tan amanerado Erik Satie y sus sports
et divertissements, con su le tennis
tan
para
señoritos,
me
quedaba con las correrías y la brusquedad del suizo, con su cuerpo a cuerpo
entre las trompetas y la percusión, con su melodía erizada, con la arritmia
inconclusa de no querer volver a Suiza, con su confusión de cuerpos, de
corduras y daño.
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