“Sencillez”, nombre de la que sin duda es por sí misma una de las virtudes
más codiciables para un poeta. Y sin embargo Paola es de las escasas
privilegiadas con un talento capaz de llevarla a un nivel superior, el de la
"precisión" (sí, la de maestros como Juan Ramón Jiménez y su “Diario
de un poeta recién casado” con cuya relectura simultaneé la de este poemario en
un hecho que parece más una “afinidad electiva” que un azar), no ya la
eliminación de todo lo retórico y superficial, sino esa sensación perpetua de
que siempre se está utilizando la palabra exacta, la más intuitiva y ofrecida
de forma más espontánea e inocente. Y ahí es cuando un libro cobra ya una
entidad que lo hace digno del recuerdo.
Pero hay mucho más. Como en "Paisaje esencial", la sabiduría con
que se usa la irracionalidad, creando atmósferas sugestivas, sugiriendo varias
lecturas simultáneas y obviando cualquier hermetismo que pudiera resultar
forzado. Dominio parejo al de la naturaleza, que puede sugerir el miedo al
extravío de uno mismo o la pérdida de identidad pero siempre conservando la
posibilidad de algún deslumbramiento mágico (como en "Presagio”: Hasta que no queden más mañanas/solo un
largo anochecer/oscuro./Pero caerá la nieve/ y hasta las tinieblas/se vestirán
de novias) o ese rehacerse continuo que hace que la muerte, paradójicamente
y haciendo savia nueva del “eterno retorno”, sea la única manera de garantizar
que sea perdurable todo lo que amamos (como en "Círculo": …para que cuando los sueños/se deshojen otra
vez/tengan el mismo sabor/del dolor que germina/y vuelve a descubrir/en su
centro/el perfil de tu nombre).
Mención especial me merecen los apartados "Caligrafía de un
naufragio" y "Liturgia de un silencio", tan hermanados en su
fondo temático y emocional pese a sus diferencias estéticas. En el primero,
parece que el signo se adelgaza todavía más, afina sus cualidades de contención
para componer una elegía amorosa sutilísima que aún anuncia más que muestra
pero sirve de preparación anímica para la conmoción posterior. La que llega con
"Liturgia de un silencio", crónica de un fracaso amoroso que se hace
progresivamente asfixiante por esa morosidad en que, como siguiendo aquella
normativa de Petrarca de contar una historia de amor atendiendo a detalles
biográficos muy específicos, muy concretos, se van desgranando vivencias que
nada tienen de anecdótico por el recorrido íntimo que desvelan y la
honestidad que regalan al lector (poemas
magníficos como "Hipérbole", "Maga", "Paseando",
"Teléfono"...)
"Liturgia del silencio" parece un movimiento que retoma la voz y
el tono iniciales para ensamblar circularmente la estructura del poemario.
Parece que hay un intento por "trascendentalizar" el sufrimiento, por
esquivar su obviedad más dolorosa y hacerlo más espiritual y sutil
("Mística del silencio" o "Misión" creo que se pueden
relacionar con la temperatura atmosférica que lograban en la primera parte
textos como "Nieve" y versos tan imponentes como los siguientes: Alguien me dice que la nieve/es
necesaria./Miro el vaho de mi aliento/contra el cristal./Una huella tibia/que
de pronto se deshace./El tiempo evapora./Le echo encima una manta gris/ y una
margarita./Último gesto ante el sepulcro/vacío). Pero ya nada puede ser lo
mismo. Por el camino ha acontecido el amor y su desgarro. Y lo que se cuenta es
una "paz", magullada, llena de muescas de sufrimiento, encarnadas en
poemas conmovedores porque lo que dice remite a otro subtexto en el que se sabe
que se puede sobrevivir pero nunca quedar intacto... y ese pundonor que el
lector percibe es sencillamente emocionante.
En definitiva, un gran libro, un
gran logro en lo estético y en lo íntimo que merece la mejor de las fortunas...
y corrobora (y por qué sabiéndolo lo olvidaremos tanto al escribir) que
“poesía” es ofrenda que se da a quien respeta la voluntad de los signos de
plegarse a su más limpia esencialidad.
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