"Y habré vivido" consigue trasladarnos la sensación de pérdida, de desmoronamiento de la vida y los recuerdos y a la vez de la cultura y los asideros intelectuales y estéticos que nos sustentan, de esa Europa cuyo hermoso legado de luces y sombras, de encuentro y mestizaje parece resquebrajarse y volverse confuso también. Pero paralelamente a esa impresión de duda y extravío, de ese “llegar y tentar paredes”, de la trágica pregunta que se hace el autor (“¿Me estaré muriendo?”) nos vamos tropezando en estos versos con los oasis redentores que nos brindan la música, la pintura, el cine, la arquitectura, etc. Así, en ese viaje angustiado que realiza a través de la vida y la literatura parece abrirse un resquicio, una posibilidad de pervivencia a través del arte y, sobre todo, de la palabra y la memoria que conforman nuestra historia.
En este poemario, como en otras de sus obras, Agustín consigue que la experiencia de lo vivido nos llegue como vista en una película, con esa hermosa pátina de esplendor y apariencia de perdurabilidad que nos trasmite la imagen de los mitos, los rostros hermosos y jóvenes, las voces inmortales que parecen conjurar la inexorable huella del tiempo.
Lo que perdura al fin en mi lectura es el eco de ese “Y/ si pudiera, escribiendo, seguir” que nos plantea: el lenguaje como posibilidad de recomienzo, de salvaguarda de la memoria. Es algo que particularmente me obsesiona en este mundo que tiende a la uniformidad y simplificación de los mensajes: la pérdida del lenguaje y, con él, la memoria. Y en este libro se constata también el deseo del autor de que el lenguaje diga diferente, ese trabajo de forzar a la palabra para que punce y horade: “pero la tierra/pero el subsuelo/pero la zanja abracadabra”; “siempre hay un lazo/que me asta y me capa”; “me desangro cuanto vivo”; “me andamio”; “me frontera”.
Un libro lleno de temblor humano, de resistencia íntima ante la amenaza de ese “anhelo de ser no ser” que oscuramente nos ronda.
Ricardo Herández Bravo
En este poemario, como en otras de sus obras, Agustín consigue que la experiencia de lo vivido nos llegue como vista en una película, con esa hermosa pátina de esplendor y apariencia de perdurabilidad que nos trasmite la imagen de los mitos, los rostros hermosos y jóvenes, las voces inmortales que parecen conjurar la inexorable huella del tiempo.
Lo que perdura al fin en mi lectura es el eco de ese “Y/ si pudiera, escribiendo, seguir” que nos plantea: el lenguaje como posibilidad de recomienzo, de salvaguarda de la memoria. Es algo que particularmente me obsesiona en este mundo que tiende a la uniformidad y simplificación de los mensajes: la pérdida del lenguaje y, con él, la memoria. Y en este libro se constata también el deseo del autor de que el lenguaje diga diferente, ese trabajo de forzar a la palabra para que punce y horade: “pero la tierra/pero el subsuelo/pero la zanja abracadabra”; “siempre hay un lazo/que me asta y me capa”; “me desangro cuanto vivo”; “me andamio”; “me frontera”.
Un libro lleno de temblor humano, de resistencia íntima ante la amenaza de ese “anhelo de ser no ser” que oscuramente nos ronda.
Ricardo Herández Bravo
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