Fueron pasando de nuevo por pueblos y
aldeas sin un alma por las calles, a veces a oscuras, a veces entre farolas
cansinas, sin que se anunciara un mal hotel, una pousada. Nada reconocible. Nada. Portugal los retenía y les negaba
todo con su opalescencia interior sin crepúsculo. Yo sentía mis manos sucias,
las hacía girar sobre el volante, a derecha e izquierda, y el olor que las
impregnaba, de mugre grasienta, me subía hasta la
boca
y me daban arcadas.
(Amargord ed. 2020)
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